viernes, 28 de febrero de 2014

Apogeo del documental policíaco

711 Ocean Drive, de Alfred Newman


El mundo del juego, el hampa a la que siempre estuvo ligado ese juego en los Estados Unidos, la delincuencia consustancial a los sindicatos del crimen que se vieron vinculados a ese lumpen social... Todo eso está mencionado en esta pequeña pero ambiciosa película producida por Columbia Pictures en el amanecer de la década de los años 50, cuando las historias noir de gente corriente inmersa en destinos trágicos y fatales habían cautivado a las audiencias y creado una corriente cinematográfica que todavía hoy da sus últimos y renovados estertores. 711 Ocean Drive atraviesa esa línea delgada (aunque no roja) que cruza transversalmente los films de gangsters y el documental policial, el querido police procedural que ha dejado tantos títulos de gloria como La ciudad desnuda (The Naked City, 1948 ) de  Jules Dassin, La casa de la calle 92 (House on 92nd St., 1945) de Henry Hathaway, o Contra el imperio del crimen (G-Men, 1935) de William Keighley.  Paralelo a ese documental sobre los procedimientos de los investigadores policiales, sobre las técnicas para detectar y extirpar el delito, transcurre la tradición semi-documental del cine negro, la descripción de ambientes, de atmósferas y escenarios, de personajes que dan el salto de este al otro lado de la Ley, y esta película tiene mucho de todo eso.  El protagonista es precisamente eso, un gangster hecho a sí mismo tras atravesar el límite del Bien y el Mal, y como en el caso de tantos otros hombres del hampa desde los años 30 en el Cine, se nos ofrece la crónica de su ascensión y su caída. A gran diferencia estriba en que estamos ante un jefazo mafioso que logra abrirse camino en la delincuencia organizada gracias… ¡a sus conocimientos técnicos! Mal Granger es un especialista en telecomunicaciones que se da cuenta un buen día de que su pericia puede utilizarse en la transmisión de datos de las carreras de caballos sobre las que se hacen las apuestas, para contribuir a una plataforma de apuestas ilegales. Y en este terreno se produce una primera e importante novedad argumental: hasta ahora era la Policía la que dominaba la tecnología, incluso el mismo actor Edmond O’Brien, como sabueso policial que perseguía a la banda de Cody Jarret en Al rojo vivo (White Heat, 1949), había dispuesto métodos de escucha por radio para captar las comunicaciones, pero nunca hasta ahora el gangster era el experto en estas lides.
  


El tratamiento que 711 Ocean Drive da al mundo de la organización criminal es una de las claves narrativas del film. Todo va encaminado a mostrar cómo es, como funciona, como se comportan sus miembros, qué código de funcionamiento observan y de qué forma lo incumplen algunos de los integrantes. De forma inédita, el crimen está adherido a una gran empresa del país, es delito parasitario de una corporación aparentemente intachable y respetuosa con las normas establecidas. Los jefes del entramado son altos ejecutivos que forman la élite, y la descripción de sus comportamientos ocupa toda la parte central del relato. La narración en flashback, al hilo de lo que recuerda el teniente de policía mientras se dirige a capturar a Mal, es generalmente lineal y con una gran claridad expositiva. La parte más recordada es el tercio final de la historia,  en la aridez visual y sonora de una gran instalación industrial, la presa Boulder Dam de Nevada, a cuya cima se subirá el protagonista para el clímax final como ya ocurría en las mencionadas The Naked City y White Heat.  Un espectacular tramo de un cuarto de hora que sigue maravillando a críticos e historiadores cinematográficos.  Siguiendo también  la costumbre de algunos otros títulos del cine negro de la época, se menciona una dirección como ya ocurrió con Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948) de Henry Hathaway, o Calle River 99 (99 River Street, 1953) de Phil Karlson.  Algunos especialistas han querido ver en esta producción de Hollywood de 1950 algunos antecedentes de Casino, de Martin Scorsese, sobre todo en su carácter de mefistofélico cuento sobre la avaricia y la obsesión por el éxito.
El padre artístico de la película es el realizador de westerns y films negros de serie B  Joe Newman (1909, Logan, Utah- 2006 Simi Valley, California). Jalonan su filmografía unas cuarenta obras hechas siempre por y para el estudio en el que en cada momento estuviera contratado, uno de esos “artesanos” que en dos décadas de trabajo se amoldó siempre al concepto del “just making movies”, el de los realizadores insertos en el sistema de estudios hasta las últimas consecuencias. Desde muy joven vivió el oficio de cineasta: tramoyista,  asistente de diálogos, asistente de dirección , cortometrajista en Metro Goldwyn Mayer donde se especializó en historias criminales reales en la serie Crime Don’t Pay, documentalista durante la Segunda Guerra Mundial, hasta que en 1942 pudo firmar su primer largometraje, Northwest Rangers (Amistad Peligrosa). Su perfil es el de un polivalente creador de historias en diversos géneros: del Oeste a la ciencia ficción, del noir al relato biográfico. En 1949 firmó Abandoned, en el 52 Red Skies of Montana (Cielo rojo de Montana), del 54 es The Human Jungle (La selva humana) y del 58 su mejor película, Fort Massacre (El fuerte de la matanza). Pero si es recordado hoy entre los cinéfilos y la crítica especializada es por su film de anticipación This Island Earth (1955), distribuida por Universal Pictures International. Una exótica pieza en Technicolor, con Faith Domergue y Jeff Morrow como cabezas del reparto, en la que colaboró como director Jack Arnold, y que permite a Newman gozar de una simpatía a prueba del paso del tiempo por el uso de aquella extraña criatura  procedente de Metaluna, y por los rudimentarios pero efectivos efectos especiales empleados en su realización. Tavernier y Coursodon no le tienen un gran aprecio al director de Utah aunque criado en California: “no ha llegado a sorprendernos nunca” (1).    En la entrevista que Roland L. Davis le realiza en su libro dedicado a los directores de serie B (2), Newman reconoce haber tratado de cerca a Louis B. Mayer, a Irving Thalberg, a Greta Garbo y el resto de estrellas en MGM, uno de los dos grandes estudios donde desarrolló la mayor parte de su carrera junto a Twentieth Century Fox. Newman siempre se ajustó a presupuestos modestos, como lo demuestra que enm 711 Ocean Drive se gastara sólo 300.000 dólares y lograr un enorme éxito de público ya desde las primeras previews. Gracias a ese éxito, Harry Cohn y Howard Hughes lucharon por incorporarle a sus respectivas compañías, pero mantuvo su palabra de firmar con la Fox un contrato por dos años e el que desarrolló media docena de títulos.          
Llegó a especializarse en una temática muy personal y reconocible: el estudio de la ciencia y la tecnología, así como el análisis de la forma en que funcionan las instituciones y las grandes organizaciones que agrupan al ser humano en colectividades. El mundo de los bookies, los corredores de apuestas, es tratado en The Lawbreakers (El hampa ataca, 1962), que comparte con 711… su disección sociológica de ese universo y sus múltiples niveles.



¿Es Edmond O`Brien un actor secundario? ¿O fue una pequeña estrella a la cabeza del reparto de importantes películas del Hollywood clásico? En realidad, ambas cosas. Uno de los intérpretes más versátiles de la historia del Cine norteamericano, nacido en Nueva York en 1915 y desaparecido en Inglewood, California, en 1985, O’Brien reúne en su filmografía uno de los más completos catálogos de los géneros y las tendencias de aquellas dos décadas mágicas de los 40 y los 50, un ramillete de personajes  que van desde la ciencia ficción al western, pasado por el drama y el relato histórico. Freddie Sykes en Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969), el General Carter en Viaje alucinante (Fantastic Voyage, 1966), el periodista Duton Peabody en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), Winston Smith en el relato fantástico orwelliano 1984 (1956), Oscar Muldoon en La condesa descalza (The Barefoot Contessa, 1954), Casca en Julio Cesar (1953)… hacen de él por derecho propio uno de los más grandes ante la cámara, un tipo de personaje que podria denominarse como “un hombre bueno del que no te puedes fiar”, por la ambigüedad moral de alguno de sus roles como este Mal Granger. Pero hay tres personajes que le introducen directamente en la leyenda del film noir, con los que entró en un friso legendario del que nadie va a desalojarle. Jim Riordan en Forajidos (The Killers, 1946), el sabueso de una compañía de seguros que se ve obligada a pagar la póliza por un asesinato, el de El Sueco, y que emprende una investigación con pocas oportunidades de éxito más allá de su pericia personal; Hank Fallon/Vic Pardo, el policía que se infiltra en la banda de Cody Jarrett en Al rojo vivo, un doble papel que le lanzó al estrellato; y Frank Bigelow en Con las horas contadas (D.O.A., 1950), esa joya de Rudolph Maté en la que se dispone a desenmascarar a los autores de un asesinato: el suyo. Edmond O’Brien inspiró además a la directora y papisa del género Ida Lupino en otro desgarrado y abrupto film negro, El autoestopista (The Hitch-Hicker, 1953), con un desarrollo visual extraordinario en el desierto en plena huida de secuestrador y secuestrado. Incluso dirigió tres producciones entre las que destaca el noir Burlando la Ley (Shield for Murder, 1954), codirigido por Howard Koch.
En 711 Ocean Drive, O’Brien es un self-made gangster, un antihéroe luchando por su propia ascensión en un mundo hostil, y un actor de reparto que lucha por ser protagonista de una función. Nada que ver con esos tres investigadores que buscan el Bien y que se impongan la Justicia y el orden. Ahí reside la gran peculiaridad de su intervención en esta atípica película sobre los sindicatos verticales del juego: es un hombre corriente que escala en esa pirámide que es el crimen organizado para convertirse en jefe de la mafia de las apuestas. Y su caída es tan vertiginosa como su ascensión, y sus procedimientos son más racionales que violentos, como obedece a un técnico especialista en telecomunicaciones. Su única obsesión es ganar mucho dinero y ascender en ese entramado, codearse con mujeres atractivas y situarse en la cima del mundo, Cody Jarrett dixit.
Para el personaje de la esposa del gánsgter, Gail Mason, con la que Mal Granger establece una tórrida relación  trufada de primeros planos en el metraje, se eligió a la actriz Joanne Dru  (Logan, Virginia, 1922- Los Angeles, 1996). Esta delicada y muy femenina actriz fue descubierta por Howard  Hawks en su gran western Rio Rojo (1948), en la que compartió con John Wayne y Montgomery Clift una doble relación que ha entrado en los anales. Al año siguiente volvió a deslumbrar en el mismo género con un título de John Ford, La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon), cautivando de nuevo a jóvenes inmaduros y a veteranos de vuelta de casi todo, esta vez en la Caballería de los Estados Unidos.  Pero a pesar de este deslumbramiento inicial,  durante el resto de su carrera a duras penas alcanzó el mismo nivel que en sus primeros trabajos.



Al comienzo de 711 Ocean Drive se avisa al espectador de que la amenaza de las mafias obligó a rodar en los escenarios de la historia con protección policial. El estilo visual con que Newman trabaja la puesta en escena es claramente realista, semi-documental como ya se ha dicho y lineal, muy claro y conciso en la planificación y apoyado en unos exteriores espectaculares en el tramo final. Es una  película en la que abundan los decorados en interiores como la casa de Mal y la mansión del mafioso Larry Mason (Don Porter), aunque será siempre recordada por su persecución final al aire libre en Boulder Dam, la presa situada entre Arizona y Nevada y conocida popularmente como Hoover Dam por el nombre del presidente que ordenó su construcción, Herbert Hoover. Junto a ese diáfano y purificador escenario natural, el rodaje se llevó a cabo en Palm Springs y en Malibú. Newman confesó a Roland L. Davis en la mencionada entrevista, realizada en 1984 en el hotel Del Capri de la localidad californiana de Westwood, que le encantaba trabajar en exteriores y que en 711 Ocean Drive disfrutó enormemente haciéndolo: “Nos decían que saliéramos y rodáramos hasta la medianoche.  Comenzábamos el trabajo en los casinos y las autoridades no se preocupaban por el tipo de película que estábamos haciendo, aunque mostrara los pinchazos  y escuchas que se estaban produciendo. (…) Fuimos a Malibú y filmamos interiores allí, en oficinas, hice allí numerosas películas”.
Entre los mejores momentos del film se cuentan estos: Mal prueba su equipo de transmisión en una valla metálica simulando los sonidos del código Morse, y el plano encadena con el tintineo de dos copas de champán que brindan por el futuro airoso que espera al operador de telefonía; las miradas que se dedican mutuamente Mal y Gail durante el baile, de ambición, avaricia y borrachera de poder; la muerte de Mason, acribillado por la espalda desde la ventana en un off visual en el que sólo escuchamos los disparos para ver su cadáver cuando Mal y Gail miran al suelo en el interior de la vivienda; los amantes ocasionales entrando en las entrañas de la presa, la sala de turbinas, mientras se cierra la gran puerta metálica a sus espaldas y ya no podrán salir del lugar.


Notas:

(1) 50 años de cine norteamericano. Ed. esp. Akal, 1997
(2) Davis, Roland L.: Just Making Movies. Company Directors on the Studio System. University Press of Mississippi, 2005.


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lunes, 10 de febrero de 2014

Premios Goya 2014

La ausencia fue la de Alex de la Iglesia





Los Goya nacieron para importar a nuestro país la fórmula del glamour, marketing y estrategia de autobombo de los premios Oscar entregados por AMPAS. Muchos años después de su creación, podemos decir que en ese intento de clonar a los premios norteamericanos, los Goya han fracasado. Sólo con ver la gala celebrada anoche se puede discernir fácilmente esa conclusión. El guión, los participantes, los números planificados para darle ritmo y vistosidad, y el nivel de improvisación y actuación de los premiados distan mucho de alcanzar los parámetros de su original. 

Me parece una equivocación plantear la "asamblea anual" del cine de un país, donde se vende a la sociedad entera lo bueno que se ha hecho, haciendo constante alusión hacia el poder público, lo ostente quien lo ostente. Peor aún que la invectiva se centre en la ausencia de alguien a quien se supone que se iba a dirigir buena parte de los mensajes críticos del evento. Lo anómalo para mí es que tenga que ir obligatoriamente el representante del gobierno de turno a la entrega de los premios anuales de un sector productivo o artístico. Poner aquí el ejemplo de EEUU seria vano, porque no existe la figura del ministro o secretario de Cultura, pero animo al lector a imaginar a Clooney, Scorsese, Aniston y compañia perdiendo su minuto de gloria sobre el escenario del Kodak Theatre en criticar a alguien por no asistir a la gala o por reducir las ayudas al Cine. 



El cine subvencionado no es la solución a los problemas de este sector. Las series de ficción televisiva no tienen ayudas públicas y consiguen unas cuotas de pantalla excelentes. El problema del cine español no es el IVA cultural (que me parece muy elevado al 21%), sino la cartelera. El problema de Las Brujas de Zugarramurdi no es Internet, ni el precio de la entrada. Su problema es El lobo de Wall Street, La gran estafa americana, Agosto y Doce años de esclavitud. El problema es el talento de los guionistas, actores, directores y productores de un cine mucho más independiente del poder y por supuesto no subvencionado ni con un solo centavo de dinero procedente de los ciudadanos. 

La ausencia verdaderamente importante de anoche en el Hotel Auditorium no me pareció la del señor ministro, sino la del director de la película que cosechó mayor número de premios. Los ocho Goya de Las Brujas... fueron cayendo uno a uno en ausencia de Alex de la Iglesia, que hace algunos años alertó a la "industria" de que Internet no era el problema, sino la solución. Su voz se tapó, hasta el punto de que el actual presidente de la Academia hizo anoche una poco elegante mención de aquellas palabras del realizador bilbaíno para recordar que su vaticinio no se ha cumplido. El que discrepó del dogma prefirió no asistir a la entrega de los Goya en los que su película copó el palmarés. ¿Hablamos de ausencias?

Repasando los premios, en un año de calidad muy baja comparado con el pasado (Blancanieves, Grupo 7, El artista y la modelo) o el anterior (No habrá paz para los malvados, La voz dormida, Blackthorn), me parece muy acertado destacar a David Trueba, uno de los grandes talentos españoles, porque las demás aspirantes a mi juicio no alcanzaban un mínimo nivel aceptable (salvo tal vez Canibal). Los premios de interpretación me abstengo de comentarlos. 

miércoles, 5 de febrero de 2014

Corrupción policial en L.A.


                Ocurre hasta en las mejores familias. Ya se puede tener fama y trayectoria intachables, como el cuerpo de Policía de Los Angeles (LAPD),  que el destino hace casi inevitable la aparición de ovejas negras que intentan contaminar el rebaño.  La narración vigorosa y sólida que propone Infierno 36  dibuja el perfil de uno de esos policías que sucumben a la tentación de apropiarse de lo ajeno, porque tenerlo delante es una tentación demasiado a la vista. El agente Calhoun Bruner saca de sí mismo lo peor del ser humano y se olvida de la placa y los valores que representa, en un tramo final de la película que sirve para la acción de contrapunto de su compañero Jack Farnham, hasta entonces perfecto complemento profesional y personal del turbio policía, y convertido en voz de su conciencia. Los cien mil dólares que Bruner roba durante la operación de captura del sospechoso podrían servir para una vida más placentera y hedonista al otro lado de la frontera con México, pero  son una sucia mancha en el historial además de una traición a la confianza de los ciudadanos que depositan su seguridad en manos de la Policía. En términos jurídicos podríamos estar hablando de una mancha similar a la de un juez que comete prevaricación: traiciona lo más  sagrado de su condición de servidor público. En el cine (negro) la desviación en la conducta de los funcionarios ha tenido, en la época clásica norteamericana, grandes títulos como referencia, pero no siempre la corrupción que aparece entre los que están a este lado de la Ley lo hace en forma de apropiación del dinero antes en poder de los delincuentes.  No todos son tampoco como el capitán Renault (Claude Rains) de Casablanca (1942), que recibía sobornos por salvoconductos para salir de la ciudad norteafricana; algunos miran para otro lado y hacen la vista gorda con el juego clandestino y el delito hasta que exigen su parte del botín en un robo bien planificado, como el teniente Dietrich (Barry Kelley) de La jungla de asfalto ( The Asphalt Jungle, 1950); otros como el oficial Garwood (Van Heflin) cruzan la barrera de lo legal para robarle la esposa a un confiado ciudadano en El merodeador (The Prowler, 1951);  todo un Departamento de Policía puede estar implicado en la trama mafiosa como descubre el Sargento Bannion (Glenn Ford) en Los sobornados (The Big Heat, 1953); los hay que se creen la Ley, y que nada hay por encima de ellos hasta el punto de confundir el Bien con el Mal, como el sargento Hank Quinlan (Orson Welles) de Sed de mal (Touch of Evil, 1958); por no citar otras corrupciones policiales más recientes aparecidas en films que perpetúan el género como Copland (1997), L.A. Confidential (1997) o las dos versiones de Teniente corrupto (Bad Lieutenant,  1992 y 2009) firmadas por Abel Ferrara y Werner Herzog.



                Private Hell 36 goza de una peculiaridad argumental sobre todas las obras mencionadas. El espectador confía en el joven agente y en su compañero, nada que no sea subliminal o tan sólo insinuado (apreciable sólo en una segunda o tercera revisión de la película) hace pensar que Calhoun Bruner va a sufrir un arrebato de avaricia. Es incluso descartable una vez aparece en escena la cautivadora Ida Lupino en su personaje de Lily Marlowe, del que Bruner se enamora, y que parece querer salir con él de un cierto submundo nocturno y ajetreado en el que se mueve. Ese rapto de codicia, que se produce en una magnífica secuencia de suspense al caer el coche del atracador por un barranco y quedar el botín a disposición de la pareja de policías, revela su sentimiento larvado del delito, confirmando que en toda familia modélica hay algún caso perdido. La investigación posterior de la desaparición de una tercera parte del dinero, la huída preparada por Bruner y el escondite hallado (gran hallazgo del guión) en una autocaravana con el número 36, hacen subir el crescendo narrativo hasta un final trágico pero fácilmente adivinable. La inclusión de este oficial de policía al margen de las normas y traidor de sus propios juramentos provocó la crítica de muchos analistas en el año de su estreno.  El Hollywood Reporter (1) se quejó de que "las películas corren el peligro de excederse al retratar a la policía  y , en un momento trascendental,   de crear una falsa impresión desfavorable de los métodos norteamericanos de aplicación de la ley a la vista de los países extranjeros. Esta es la tercera película que ha disertado sobre este tema ultimamente ".  

                   

¿Puede un director formado en las claves del western clásico y bajo la influencia de otros como Hawks y Walsh, dominar el noir y hacerse cargo de un proyecto como Infierno 36? Es obvio, a la vista del resultado, que sí aunque inicialmente en esta película trabaje por encargo y con un guión elaborado y cerrado por una de las estrellas del reparto, a la sazón ex mujer del productor y cofundadora de la compañía bajo cuyo sello se llevó a cabo la producción. No sólo eso. Gracias a procesos de aprendizaje avanzado como éste, como El gran robo (The Big Steal, 1949), como Cuenta las horas (Count The Hours, 1953) o como Motín en el Pabellón 11 (Riot in Cell Block 11, 1954), Don Siegel se convirtió en un gran experto tras las cámaras con un puñado de obras destacables en varios géneros pero con un acento muy reconocido en el policíaco, y especialista en el estudio de la violencia en su país. Donald Siegel (Chicago, Illinois, 1912- Nipomo, California, 1991) llegó a ser en la década de los 60 un aventajado representante de lo que se ha llamado “Generación de la violencia” junto a Sam Fuller, Robert Aldrich, Richard Brooks o Richard Fleischer, forjando títulos incluidos en esa tendencia como Código del hampa (The Killers, 1964), Brigada homicida (Madigan, 1968) y La jungla humana (Coogan’s Bluff, 1969), para distinguirse más tarde en los 70 como el gran líder del thriller delictivo en el  que se  confunde el Bien con el Mal en la labor policial, y en el que los transgresores de las normas suelen ser psicópatas irreconducibles como en Harry, el sucio (Dirty Harry, 1971) y Telefono (Telephon, 1977), o temperamentales cerebros planeando el golpe perfecto como en La gran estafa (Charley Varrick, 1972). Como dominador de otros géneros destacó en su celebrada incursión en el fantástico con La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), una clara parábola en la época de la Caza de Brujas. Buscando las fuentes documentales en los inicios de una de las grandes filmografías del cine norteamericano en la segunda mitad del siglo XX, encontramos que sus películas insertadas en el film noir en los años 50 son series B  realizadas en apenas dos semanas, con gran economía narrativa y de medios , con “antihéroes inadaptados sociales en un mundo dominado por la corrupción” (Andrew Sarris). Para Private Hell 36, Siegel fue elegido por una productora independiente, Filmakers Productions Inc., que se encargó también de la distribución, y cuyos propietarios Ida Lupino y Collier Young  habían escrito  la historia y el guión sin dejar nada a la improvisación. En su divertida y en muchos momentos sorprendente autobiografía, escribió: “cuando me presenté y leí unas cuarenta páginas, empecé a sentirme incómodo porque ellos querían que empezara a rodar lo antes posible. Yo quería empezar cuando el guión estuviera acabado y después de añadir mis propias ideas al guión” (2). Con esos mimbres afronta el director un rodaje en el que el elemento clave de la puesta en escena se convierte en su único refugio para dotar a la obra de un carácter más personal e influyente en sus trabajos posteriores. Los escenarios naturales en los que se rodó, como el hipódromo Hollywood Park Racetrack de Inglewood, se combinaron con la mayor parte de las tomas  en los estudios Republic de Radford Avenue, un paraíso de la serie B. Siegel  eligió como asistente para los diálogos a un joven que ya despuntaba y que fue acreditado como David Peckinpah, años después realizador de gran trascendencia conocido como Sam Peckinpah, y vió frustrada la opción de que el actor Edmond O’Brien, un icono del género noir, pudiera interpretar al agente corrupto que se enfrenta a la rectitud de su compañero Howard Duff. Las imágenes de Infierno 36 son captadas por la cámara de uno de los grandes  directores de fotografía del Cine clásico, Burnett Guffey, cuyas aportaciones al cine negro son innumerables y van desde los interiores contrastados de En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949) a los exteriores rectilíneos y asfixiantes de The Sniper (1951), dos obras maestras de Nicholas Ray y Edward Dmytryk.


Uno de los grandes atractivos de la película es la presencia, casi omnipresencia, de la actriz, directora, cantante y escritora Ida Lupino, la “reina de las B-movies”. Pero podría también ser conocida como la “reina de las noir-movies”, por su presencia inquietante y sofisticada, por su hiperactividad en la época clásica, y por el virtuosismo e inteligencia que desplegó en sus personajes y en sus facetas artísticas como directora, productora y guionista. Ida (Londres, 1918- Los Angeles, 1995) mostró siempre, durante sus años de formación en el Cine, unas inquietudes que le distanciaban del resto de actrices de su generación: ella quería siempre ir más allá, investigar la forma de rodar de los directores y la de escribir de los guionistas.  Esos años iniciáticos en Hollywood tras una carrera dramática en su país natal estuvieron unidos siempre a Warner Bros., la productora en la que apareció en grandes obras como Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, 1935) de Henry Hathaway, Pasión ciega (They Drive By Night, 1940)  y El último refugio (High Sierra, 1941), ambas de Raoul Walsh.  Al desvincularse del estudio, inició su carrera como independiente aunque siguió firmando apariciones estelares para Jean Negulesco (El parador del camino, 1948) y Nicholas Ray (On Dangerous Ground, 1952). Por aquellos años ya había decidido dar el salto a la dirección  y convertirse en la primera mujer de relevancia que dirigió películas importantes en Estados Unidos, incluso un gran título del film noir ha entrado en la leyenda del culto entre los cinéfilos: El autostopista (The Hitch-Hiker, 1953), basada en un secuestro real y rodada en los mismos escenarios donde se produjo, un prodigio de serie B amparada por su propia compañía cuya denominación mutó de Emerald Productions a The Filmakers para terminar como Bridget Productions, en honor a su única hija que aparece fugazmente en Infierno 36Outrage (1950) y The Bigamist (1954) completaron su trilogía más reconocida en la que se ocupó de los problemas sociales de las mujeres (violación, bigamia, enfermedades) y rompió muchas lanzas por su independencia y su inserción con todos los derechos en la sociedad americana de la época, en un mundo de hombres.  Lupino se separó del escritor Collier Young apenas unos años antes de realizarse Private Hell 36, pero aún eran socios en la compañía. Al también coguionista de la historia le tocó presenciar durante el rodaje como su ex se acurrucaba con su marido actual, el coprotagonista del film Howard Duff, que a su vez asistió a la relación romántica de ficción que protagonizaron en el relato la actriz y el protagonista Steve Cochran.  Retazos de sus dotes como organizadora eran su costumbre de ocupar la silla de director en el set con las palabras “Mother of Us All” en lugar de su nombre o de hacerse llamar Mother durante los rodajes como explicó en su texto “Me, Mother Directress”  (3).
                Cochran (Eureka, California, 1917- Océano Pacífico, 1965) fue otro destacado intérprete de la serie negra, muy reconocible en papeles de gangster en varias películas del género: fue el desleal Big Ed Sommers en Al rojo vivo (White Heat , 1949) para Raoul Walsh en Warner, uno de los atracadores de la banda tri-estatal en Carretera 301 (Highway 301, 1950) de Andrew L. Stone, y el jefe mafioso Joe Sante en La vida de un gángster (I, Mobster, 1958) de Roger Corman. Siempre supo seducir a las mujeres en la vida real y en el cine, y murió de una infección pulmonar a bordo de su yate frente a las costas de Guatemala, ante la incapacidad de las tres bellas señoritas que le acompañaban para llevar a puerto la embarcación.  Junto a él y como otra de las starlettes del reparto en un personaje secundario como la mujer del policía Duff, la cautivadora Dorothy Malone (Chicago, Illinois, 1926) que hizo su gran debut en una escena de El sueño eterno (The Big Sleep, 1946) de Howard Hawks junto a Bogart, y que más tarde destacó en los melodramas de Douglas Sirk. Malone es una de las estrellas aún vivas de la época dorada del cine, vive plácidamente su vejez en su casa de las colinas de Hollywood a poca distancia del famoso cartel que corona la ciudad. 


Como ocurre en muchas películas marcadas por la estética de la violencia, en muchos títulos de Fuller especialmente, la primera secuencia  de Private Hell es impactante y muestra un crimen. Vemos un ascensor, del que sale un atracador y deja atrás mortalmente tendido en el suelo a su víctima, la víctima del robo que  acaba de cometerse y que será el McGuffin que nos llevará hasta la costa oeste para que veamos en la primera mitad del film cómo actúa la policía en su investigación de un robo y en la persecución del portador del botín. Este, al que casi  nunca veremos pese a ser el objeto de la trama, va dejando un rastro de billetes marcados que son detectados y rápidamente localizados por la Policía. Estamos asistiendo en esos primeros compases a un típico police procedural, a una suerte de documental  muy al estilo del cine negro, en el que se nos muestran las habilidades del cuerpo policial y sus procedimientos para capturar a los delincuentes. Poco a poco, Siegel y los guionistas van introduciendo esa otra historia personal que se inserta en la rutina de los agentes: Farnham casado y con una chica esperándole en casa a la hora de la cena, y Bruner solitario y cautivado rápidamente por los ojos y la voz de la cantante cabaretera que aparece en plena investigación, Lily Marlowe. La disección de la puesta en escena revela las influencias de otros medios como la radio y la televisión, y permite observar momentos de una elevada intensidad en la narración, como las secuencias en el hipódromo, o mucho más provista de acción la modélica persecución en automóvil que anticipa la magnífica The Line Up. Los dos coches, el del sospechoso del robo en Nueva York y el de los policías perseguidores, corren raudos por la montaña hasta que el asesino cae por un barranco, y su cuerpo es extraído por los agentes del interior del coche. Todo sin palabras, sólo con el sonido de fondo de la radio del vehículo, hasta que un billete se posa casualmente en el zapato izquierdo de Bruner, que mira hacia el punto de partida del dinero que está volando por los aires: una caja de caudales abierta. Sin mediar una sola línea de diálogo, los dos personajes ven pasar ante sus ojos la tentación de quedarse con la pasta, al menos con una parte, pero el sentimiento de culpa de Farnham es demasiado grandes, mucho más que el de su amigo que se mete los fajos en los bolsillos sin calibfrar las consecuencias de tan deplorable acto cometido por un agente de la Ley.  Cuando Farnham va a depositar en la caja los billetes que ha cogido al vuelo,  entra súbitamente en el plano la mano de Bruner deteniendo su intención de ser honesto. En ese momento hemos asistido al nacimiento del antecedente más claro del policía corrupto que se observa en el neo-noir de los años 60 y 70, y que tiene en otra película de Siegel, Brigada Homicida, su exponente más representativo. Este título es deudor de lo que Private Hell 36 muestra, como lo es también buena parte de la filmografía de Clint Eastwood, amigo y colaborador de Siegel en un puñado de obras, quien nunca ocultó esas influencias profesionales y personales del que considera como uno de los grandes de la Historia del Cine.

Notas:



(1) Hollywood Reporter, 31 de agosto de 1954, pág. 3.
(2) Siegel, Don: A Siegel Film. An Autobiography. Faber and Faber, 1993. Pág. 171.
(3) Publicado en Action, mayo-junio de 1967.


                                                                                         
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